jueves, enero 05, 2006

Recuerdos

Si le hubieran dicho a Juan Heredia Cisneros que el tren que iba a coger aquella mañana nunca llegaría a su destino, casi con toda seguridad habría subido igualmente a él.

Fué aquel un caso extraño del que ni unos ni otros sacaron jamás nada en claro. Aún hoy, de vez en cuando es una historia que vuelve una y otra vez en las noches alrededor del fuego.

Lo absurdo y misterioso de lo ocurrido superó a todos por igual y aún hoy, siguen apareciendo ridículas teorías que apenas han servido para confundir más a aquellos a los que el misterioso suceso les afectó de alguna manera.

El caso es que Juan Heredia Cisneros llegó aquella mañana al solitario apeadero del valle con un atillo colgado de su hombro y unas pocas monedas en el bolsillo.

Rodrigo Simientes, el cartero, que esperaba la saca que llegaría aquella mañana de la ciudad, fue la última persona que lo vio aquel dia. Su rostro, dijo, tenía algo de melancólico y soñoliento. Sin afeitar.
Apenas se saludaron en el andén.
Al oir el silbato de la locomotora a lo lejos, Juan Heredia Cisneros se levantó de un salto, se frotó las manos contra las perneras de sus pantalones de pana gastados, metió una mano en el bolsillo como para contar la calderilla y se acercó a la vía donde unos instantes después se detenía el primer coche de aquel viejo tren.

Juan Heredia Cisneros, con un pie dentro del vagón, aún echó un vistazo al valle que dejaba a su espalda. Apenas se distinguía a lo lejos, tras el bosque todavía arropado por la niebla matutina, el campanario de San Blas. En aquel momento, según el cartero, sonaban las 8 en punto.

El tren, después de hacer sonar el silbato, se quejó desperezándose y arrancó su marcha. Rodrigo el cartero vió como desaparecía en el primer requiebro mientras recogía su saca y arrancaba a caminar hacia el pueblo.

A partir de ahí, una única persona, Matías el Carbonero volvió a ver el tren con vida -si se me permite la licencia de animar al tren-. Fué en la loma donde se abre la boca del túnel que discurre bajo el cerro de San Blas, mientras cargaba la última alforja de su inseparable burro, Llorón. El tren, ya en plena carrera, hacía sonar por última vez su bocina para avisar a cualquier insensato que pudiera andar despistado por el interior de aquel subterráneo. Llorón a su vez rebuznó, como saludándose, como despidiéndose.

El caso es que Matías el Carbonero dijo haber escuchado, o mejor dicho, jura haber dejado de escuchar al tren en el instante mismo en que su vagón de cola desaparecía en el interior de aquel maldito túnel.
Ni el silbato se oía, ni las vías chirriaban, ni las paredes retumbaban. Nada.
Matías miró a Lloró y Llorón miró al carbonero.

Juntos bajaron despacio vigilando sus pasos por la traicionera loma hasta la entrada de la cueva. Los dos, amo y animal, asomaron la cabeza por la silenciosa boca y lo único que lograron distinguir fué el pequeño punto luminoso que a poco más de un kilómetro dibujaba la entrada opuesta del fantástico paso.

Con un leve gesto de hombros, Matías el carbonero asió la rienda del bozal de Llorón y se encaminó, siguiendo el trazado de las vías, hacia San Blas.

A las pocas horas, un telegrama de la ciudad daba aviso al cuerpo de guardia de la misteriosa desaparición del convoy que no llegó jamás a la población de Yuste, a poco más de 10 kilómetros del túnel de Matías y Llorón.

A media tarde partía el cuerpo de guardia hacia Yuste pretrechados de linternas y mantas, acompañados del boticario Juaquín, que de buen seguro les sería necesario para socorrer a las posibles víctimas del descarrilamiento,. Esa era pues, en esos momentos, la única explicación.

Dos días búsqueda. Treinta y dos kilómetros peinados palmo a palmo y ni un solo tornillo extraviado por el viejo tren. Treinta y siete desaparecidos y entre ellos Juan Heredia Cisneros.
La noticia corrió como la pólvora por todo el valle. Las máximas autoridades del país se personaron en las principales poblaciones argumentando absurdas conjeturas.

Después de diez años esperando a oir el silbato de aquel perdido tren, que cualquier dia decían, aparecería alegre volviendo de su escondite del espeso bosque de acacias. Después de todo aquel tiempo incluso la gente que estuvo frente a él en aquel andén, como nuestro amigo el cartero, no apostaría su jornal a que el expreso de la ciudad paró aque dia en el apeadero de San Blas a las ocho en punto.

Y en 10 años nada se supo... Hasta ayer.

Ayer, a las ocho en punto, el la taberna de Josefa "La Reina", entró por la puerta Juan Heredia Cisneros.

Como acostumbraba a hacer, recordaba Josefa, se sentó en la mesa de la esquina, bajo la ventana. Y Josefa llevada por alguna vieja costumbre, cogió un vaso pequeño y lo llenó de su aguardiente. Se acercó lentamente a la mesa del aparecido y sin quitarle la vista de encima, dejó el vaso delante de él. Se quedó un momento delante de su mesa mientras él, sin apartar la vista de la ventana se acercó el vaso sin apenas tocarlo. Con las yemas de los dedos sobre él. Ahí lo dejó, como descansando.

Josefa volvió a su mostrador deseando que apareciera alguien para confirmar lo que sus ojos le decían. Que el hombre que había frente a la ventana era, sin lugar a dudas Juan Heredia Cisneros. Pero no aquel que debería haber sido hoy sino el de diez años atrás, pues ni una sola arruga, ni una cana, ni una mancha en la piel se había posado sobre él. Aquél hombre que ahora hojeaba el periódico del día anterior que alguien dejó sobre el alféizar de la ventana era un sueño, una mentira, un espectro que se aparecía tranquilamente ante ella para recordar que un día existió.

Josefa estaba aturdida, desorientada... Una parte de ella pensaba que quizá se había resuelto el misterio y aquellas pobres almas había retornado de donde fuese y volvían ahora a su hogar. Sin embargo, en el fondo sabía que algo no andaba bien. Algo que no alcanzaba a comprender estaba ocurriendo ahora mismo frente a sus ojos.

Mientras su mente intentaba descifrar todo aquello, aquél hombre venido del pasado apuró de un trago su aguardiente, se quedó mirando unos segundos el vaso, puso un par de monedas sobre la vieja mesa de cedro, se levantó y sin pronunciar una sola palabra salió por la misma puerta que lo vio renacer.

Unos segundos más tarde Josefa, saliendo del trance que detenía su cuerpo y su mente, se acercó a la puerta apresuradamente para ver por última vez al aparecido. Ni rastro. Ninguna señal de que aquel hombre hubiera cruzado la amplia plaza que se rendía ante su taberna. Josefa aún incrédula, volvió al interior de su negocio y se acercó silenciosa a la mesa en la que aún descansaba el pequeño vaso que unos minutos atrás había tocado los labios de Juan Heredia Cisneros. Junto a éste, plegado por la mitad, estaba el periódico que aquel hombre había leído con tranquilidad. Josefa, al acercarse no pudo dejar de fijarse en la página que había atraído la atención del fantasma. En ella, entre algunas breves notas locales acerca de los calendarios de caza y pesca en la provincia, había una esquela. Una pequeña esquela, tan breve que parecía que indicara el fin de una vida que durara un suspiro. Josefa se acercó el periódico y pudo leer "J.H.C. Aquél que queriendo olvidar, no quiso que le olvidaramos".

Aquel que como los recuerdos, desaparecen, se olvidan y un día, sin avisar se hacen tan reales que podemos tocarlos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por fin has encontrado el final de la historia, y eso se merece, por fin también, una respuesta ;)

Sigo pensando que Saramago tiene su puntito de influencia en este cuento, como debía ser en un blog que lleva el nombre de un cuento suyo... y precioso, por cierto.

Felicidades, y no nos hagas esperar tanto para el siguiente, sabes que tarde o temprano querré editar una antología de cuentos kancerberinos.

M.

kancerbero dijo...

Um. Lo de "Cuentos Kancerberinos" no suena del todo mal.
Quizá antes tendría que aprender a escribir, pero no desista. Todo es posible.