viernes, septiembre 07, 2007

Un gato bajo un tejado de vieja uralita



Saliste de mi noche muy poco después de que yo saliera de tu cuerpo. Demasiado poco después. Te llamaré. Déjalo y no mientas. Ya entonces me contentaba con retener durante unas horas más tu olor en mi almohada. Más tarde, cuando saliera de ese duermevela, te recordaría con mi tristeza que no es tristeza y un vaso de vino blanco.

La espuma de afeitar desaparecía bajo la cuchilla como mi determinación bajo tus manos. El tipo del espejo no parecía darse cuenta de que puedo leer su mente y que sus ojos no podían engañarme. Aquella mirada tranquila y profunda, como de animal de tiro, no dejaba escapar nada de lo que sabía hervía en su interior. Su gestos serenos no permitían adivinar la pequeña llama que ardía allí dentro. Pero tú y yo ya nos conocemos, amigo.

Te quiero, escuchaba una vez y otra mientras hacíamos el amor como si no existiera ocasión de hacerlo más. Como si recorriera por última vez aquellos centímetros de piel que bien ya conocía. Eso era algo que nunca llegué a asumir del todo. Al oír aquello mis manos la sujetaban un poco más firmemente, un poco más cerca, un poco más cálido. Lo sabíamos, nunca lo dijimos pero lo sabíamos. Necesitábamos algo más para poder separar aquellos encuentros de todos los demás. Todo era exactamente igual que con otros amantes excepto por aquello. Y nunca lo supe encajar.

Ahora que ya hace tiempo que no me quedan lágrimas, ahora que no tengo sentido, ahora que lo siento todo menos, te empeñas en que gire todo alrededor de algo que ni siquiera está fijo. Como uno de esos planetarios locos donde todo gira alrededor de algo, que a su vez gira en torno a algo y lo que más inquietante lo hace, es no saber qué algo de todos esos soy yo.

Te dije que te llamaría. Anda, déjate de tonterías, hoy invito yo a cenar.

No hay comentarios: