Se acercó a la cocina mientras Nico correteaba intentando dar caza a los cordones de aquellas viejas Converse que se resistía a tirar. Abrió la nevera y contemplando aquella desolación blanca y fría esbozó una sonrisa. En un rincón, escondidos tras un bote de tomate frito abierto y triste, asomaban un par de trozos de embutido. Nico, que aún intentaba dejar sin aire a uno de aquellos cordones atrapado entre sus patas y sus afilados dientes, dejó lo que tenía entre manos, miró aquello que salía de la nevera y movió la cola dos veces.
Mientras aquel cachorro de gato daba rienda suelta a sus instintos y devoraba aquella magnífica pieza de caza mayor, él se dirigió al balcón dispuesto a recogerlo todo. Se sentía algo mejor y acababa de decidir que saldría a la calle y que haría aquello que hacía tanto tiempo que no hacía por puro placer: Caminar. Así que cogió su jersey negro preferido, sus llaves, se despidió de Nico que ahora pataleaba panza arriba enredado en la madeja de lana y salió.
Se detuvo un momento en el portal mirando al exterior, tomó aire y empezó a caminar en dirección a La Rambla. Siempre fue un lugar en el que caminar era sobretodo un ejercicio mental.
Paseando entre trinos de colores lejanos, estatuas humanas de intemporales formas y extrangeros despistados, uno puede dejar fluir sus pensamientos sin que apenas le rocen. Como si fueran de otro. Mientras caminaba, atrapaba una de aquellas fugaces imágenes que brotaban sin cesar de su mente y la hilvanaba con una nueva que le llegaba sin avisar.
Es increíble cómo se hace todo tan complicado de un día al siguiente. Como la vida toma su curso sin que uno mismo pueda hacer nada. Apenas asirse a ella para no salir despedido. Y en ocasiones, ni tan sólo eso. Muchas son las veces en las que de repente nos encontramos en un apeadero extraño esperando con cara de susto, el paso del próximo tren. Ahora mismo se sentía perdido, sin demasiada capacidad de decisión. Acodado frente una horrible hoja en blanco sobre la que debía escribir. Escribirse.
Algunas palomas grises correteaban delante suyo huyendo sin huir mientras él buscaba dentro de sí una manera de salir de todo aquello con algo de cordura en su haber.
Mientras observaba de cerca un conejo (o cobaya o chinchilla - nunca supo diferenciarlos) que lo miraba asustado desde el fondo de su pequeña jaula en uno de los característicos puestos de mascotas de la céntrica calle y que le recordaba graciosamente a Nico por la gran mancha negra que le recubría de igual forma la enorme oreja mustia, pensaba que aún le quedaba algo de dinero ahorrado, que aún recibiría durante algunos meses el subsidio de desempleo y que quizá este era el mejor momento para hacer algo nuevo.
Guió sus pasos hacia alguna de las callejuelas que desembocan en en La Rambla desde el barrio del Raval buscando algo de la oscuridad que lo enorme de la avenida no podía darle. Algo más de silencio y algo menos de movimiento en un momento en el que su mente se esforzaba por todo lo contrario. Tomando calles al azar, de vez en cuando salía de su ensimismamiento y se descubría en un lugar conocido. En recuerdos gratos y extrañamente antiguos.
Entró en un viejo bar en el que únicamente habitaba el dueño y algún jubilado, con toda seguridad conocido suyo, con el que despachaba la mañana discutiendo entre carajillos de Magno y palillos redondos. Aquellos lugares siempre le gustaban pero en ellos siempre le asaltaba el mismo pensamiento; le aterrorizaba la idea de necesitar algún día lejano, un bar como aquél en el que entrar para poder hablar con alguien que desprendiera la misma soledad que él.
Tomando un café cargado y con el primer cigarrillo del día de su Winston blando entre los dedos, se entretenía mirando a través del ventanal en el que pintados sobre el vidrio, se publicitaban los platos típicos del local.
Había decidido hacerle una visita a Carlos. Él, en aquellos momentos, era con toda seguridad la única persona con la que podía contar. Carlos era un antiguo amigo de su época de universidad. Se conocieron durante el primer año de Biblioteconomía, en el bar junto a la facultad en el tiempo que duró una clase que nunca se dió. Ninguno de los dos recuerda ya cómo empezó todo pero ambos coinciden en que todo fue sencillo desde el principio a pesar de que Carlos por aquél entonces imponía seriamente bajo una cresta roja y abrigado con una coraza de cuero, cadenas y pinchos.
Continuará... o no.
1 comentario:
Sí, sí, que continúe.
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